Leer un libro de poesía sobre la narcoviolencia, como “El péndulo de cal”, de Alondra Berber, es sumergirse en una novela interminable sobre el México de los años recientes.
Quizá podría decir que sumergirse en una novela hecha con poemas violentos, salvajes, llorosos, tiernos, heridos de sangre, es como besarnos las cicatrices que cada día nos deja a los mexicanos la narcoviolencia que desató la decisión estúpida de un político psicópata y borracho al que, para desgracia del país, con su voto llevaron a la Presidencia millones de ciudadanos, muchos de los cuales –también para desgracia del país– se arrepintieron de haberlo hecho, pero cuando ya era demasiado tarde.
“El péndulo de cal” es un compendio de pensamientos, sensaciones, emociones, voces que muy pocas veces leemos en la prensa nacional, en sus páginas dedicadas a la narcoviolencia. Es una serie de preguntas que, por lo regular, no tienen respuesta, como no tienen signos de interrogación cuando se convierten en reclamo por la paz, la justicia, el buen gobierno…
¿Qué nombre le invento a esta rabia desnuda de descripciones?, se pregunta la narradora anónima de esta poe-novela negra que leo y, aunque yo también me lleno de rabia por todo lo que me refresca en la memoria y todo lo que en ella hay con hedor a muerte, a pesar de eso, a pesar de saber que el “singular absoluto es la desesperanza”, me dejo llevar por lo que quizá podría verse como sadomasoquismo porque el ritmo torturante de esta novela versada me pide leer y leer y releer, a ver si al fin de la congoja encuentro la respuesta a tantas y tan difíciles preguntas como, por ejemplo, “¿en qué fosa se han desvanecido los huesos del último sueño amado?”. Aunque ya en el límite del cansancio –como víctima viva de su amante sicario- me imagine un solo escenario de la muerte múltiple y me responda: “Todos mis sueños están en la fosa común”.
¿Por qué la voz narrativa o quien protagoniza esta historia de amor sangriento es una mujer? No lo sé y no puedo darlo por hecho sólo porque el libro lo escribió una mujer. Me atrevería a especular que es por algo muy simple y muy sencillo: son las madres de los muertos en la narcoviolencia quienes de manera más gráfica y sin tapujos sueltan su dolor a solas o en público. Por algo Alondra dice que “las mujeres de los muertos desprecian el suelo en que rebotaron los cuerpos de lo único querido”.
Ésas, o algunas de esas mujeres, tal vez no quieran a Alondra –como protagonista de este poema novelado y no como autora del mismo–, por amar, admirar, llorar y vanagloriar a ese amado amante hijoeputa que enlutó sus hogares, ese desalmado que la hizo escribir la pregunta-verso “¿cómo se llaman quienes están bajo tierra?”.
Y ella misma responde:
A nadie le importa,
excepto a los que aún conservan
la esperanza de hallarlos con vida.
A fin de cuentas, digo yo, la necrofilia entre nosotros, los adoradores de la muerte, los apologistas del mal, los limpios de la sangre derramada y hasta los escépticos, todos juntos somos, para cerrar con un verso de Alondra, todos somos nadie porque “nadie anuncia que estamos en la mierda”.